Mañana lunes se cumplen 150 años del nacimiento de Don Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936), un vasco universal donde los haya. Aunque el ayuntamiento de su villa natal, Bilbao sí que ha organizado un completo programa a lo largo de este año, fruto sin duda de la personalidad del que fuese su alcalde durante los últimos 15 años, Iñaki Azkuna, en el resto del País Vasco, el evento va a pasar bastante desapercibido.
Seguramente se deba a que su pensamiento no casa con la ideología oficial imperante.
No me cansaré de repetir, no obstante, que ocultar aquello que no nos gusta o con lo que no estamos de acuerdo, no es más que una muestra más de la incultura y banalidad moral de quienes nos gobiernan.
No seré yo quien defienda el pensamiento de Unamuno en su integridad, entre otras cosas porque la sociedad que le tocó vivir y la nuestra se parecen poco afortunadamente, pero sí que sigue y seguirá vigente el Unamuno hombre, atormentado, apasionado, independiente y crítico con el poder y comprometido con su tiempo.
Y por supuesto, contradictorio, como todos los no dogmáticos, que cambia y evoluciona y no se anquilosa y atrinchera en ideas inamovibles.
Cierto es que sus críticas al incipiente nacionalismo vasco de su época, así como su posición ante el euskera, que por otra parte se esforzó en aprender y estudiar, nos pueden crear animadversión hacia su figura, como lo hizo para sus coetáneos nacionalistas. Afortunadamente se equivocó en su vaticinio y el euskera sigue siendo un patrimonio cultural vivo entre los vascos.
Muchos han sido los que han tratado de buscar una explicación a ambos fenómenos sin encontrar una respuesta convincente. Quizá no la haya y sea un episodio más de sus múltiples luchas internas y paradojas.
Al mismo tiempo que vaticina la muerte del euskera y que arremete contra el bizkaitarrismo, aboga por el pueblo vasco como dinamizador de la resurrección de los pueblos ibéricos.
Hay que entender al Unamuno filósofo para comprender también su postura ante lo vasco. De la misma forma que es un cristiano no convencional y anticatólico, unas veces liberal, otras socialista marxista y hasta conservador, su propia concepción filosófica de la dialéctica como motor del conocimiento refleja su lucha interior entre su ser vasco y su concepción de la universalidad.
A diferencia de la dialéctica de Hegel, Unamuno no busca la verdad en el término medio a través de los opuestos, sino que su visión es más agónica, busca despertar conciencias y la suya propia a través de la afirmación alternativa de los polos opuestos. Para entender a Unamuno, no hay que quedarse con sus provocadoras (en el buen sentido de la palabra) afirmaciones ex-cátedra, sino buscar también las antagónicas.
En cualquier caso, su lucha interior se traslucía en sus opiniones públicas. Y su lucha fue permanente y activa en su afán por conocer el sentido de nuestra existencia. La angustia ante una existencia entre dos nadas y la búsqueda de la inmortalidad como único sentido de la vida constituyó el lei motiv de su pensamiento.
Y el temor a la nada está presente a lo largo de toda su obra. Ahí coincidirá con Víctor Hugo, quien había afirmado que ésta era mucho más terrible que el infierno.
Unamuno nos confesará que ni aun cuando estuvo en posesión de la fe ingenua tembló ante las descripciones del infierno, sintiendo que la nada era mucho más aterradora.
No es mi intención hacer un tratado de filosofía unamuniana, sino simplemente recordar al hombre sabio, contradictorio, luchador y comprometido, por encima de sus opiniones puntuales sobre ciertos temas, que hoy pueden chirriar, y reconocer su figura como la de uno de los pensadores vascos más relevantes de la historia.
No olvidemos tampoco su faceta como novelista, con "Niebla" (1914) y "San Manuel Bueno, mártir" (1931) como máximos exponentes de su narrativa. La primera es un perfecto compendio de su pensamiento y no deja de ser una metáfora de la confusión, las dudas existenciales, la angustia y la soledad en la que transcurre nuestra existencia. La segunda, escrita en sus años finales, constituye en cierto modo su epitafio, y una vez más se centra en la lucha interior entre razón y voluntad, con la inmortalidad del alma como telón de fondo y un cura que pierde la fe, como vehículo de la narración.
Leer cualquiera de ellas o su ensayo "Del sentimiento trágico de la vida" (1912) nos darán una visión general sobre su pensamiento y constituirán el mejor homenaje a su afán de perpetuarse indefinidamente entre nosotros, 150 años después de su nacimiento.
Seguramente se deba a que su pensamiento no casa con la ideología oficial imperante.
No me cansaré de repetir, no obstante, que ocultar aquello que no nos gusta o con lo que no estamos de acuerdo, no es más que una muestra más de la incultura y banalidad moral de quienes nos gobiernan.
No seré yo quien defienda el pensamiento de Unamuno en su integridad, entre otras cosas porque la sociedad que le tocó vivir y la nuestra se parecen poco afortunadamente, pero sí que sigue y seguirá vigente el Unamuno hombre, atormentado, apasionado, independiente y crítico con el poder y comprometido con su tiempo.
Y por supuesto, contradictorio, como todos los no dogmáticos, que cambia y evoluciona y no se anquilosa y atrinchera en ideas inamovibles.
Cierto es que sus críticas al incipiente nacionalismo vasco de su época, así como su posición ante el euskera, que por otra parte se esforzó en aprender y estudiar, nos pueden crear animadversión hacia su figura, como lo hizo para sus coetáneos nacionalistas. Afortunadamente se equivocó en su vaticinio y el euskera sigue siendo un patrimonio cultural vivo entre los vascos.
Muchos han sido los que han tratado de buscar una explicación a ambos fenómenos sin encontrar una respuesta convincente. Quizá no la haya y sea un episodio más de sus múltiples luchas internas y paradojas.
Al mismo tiempo que vaticina la muerte del euskera y que arremete contra el bizkaitarrismo, aboga por el pueblo vasco como dinamizador de la resurrección de los pueblos ibéricos.
Hay que entender al Unamuno filósofo para comprender también su postura ante lo vasco. De la misma forma que es un cristiano no convencional y anticatólico, unas veces liberal, otras socialista marxista y hasta conservador, su propia concepción filosófica de la dialéctica como motor del conocimiento refleja su lucha interior entre su ser vasco y su concepción de la universalidad.
A diferencia de la dialéctica de Hegel, Unamuno no busca la verdad en el término medio a través de los opuestos, sino que su visión es más agónica, busca despertar conciencias y la suya propia a través de la afirmación alternativa de los polos opuestos. Para entender a Unamuno, no hay que quedarse con sus provocadoras (en el buen sentido de la palabra) afirmaciones ex-cátedra, sino buscar también las antagónicas.
En cualquier caso, su lucha interior se traslucía en sus opiniones públicas. Y su lucha fue permanente y activa en su afán por conocer el sentido de nuestra existencia. La angustia ante una existencia entre dos nadas y la búsqueda de la inmortalidad como único sentido de la vida constituyó el lei motiv de su pensamiento.
Y el temor a la nada está presente a lo largo de toda su obra. Ahí coincidirá con Víctor Hugo, quien había afirmado que ésta era mucho más terrible que el infierno.
Unamuno nos confesará que ni aun cuando estuvo en posesión de la fe ingenua tembló ante las descripciones del infierno, sintiendo que la nada era mucho más aterradora.
No es mi intención hacer un tratado de filosofía unamuniana, sino simplemente recordar al hombre sabio, contradictorio, luchador y comprometido, por encima de sus opiniones puntuales sobre ciertos temas, que hoy pueden chirriar, y reconocer su figura como la de uno de los pensadores vascos más relevantes de la historia.
No olvidemos tampoco su faceta como novelista, con "Niebla" (1914) y "San Manuel Bueno, mártir" (1931) como máximos exponentes de su narrativa. La primera es un perfecto compendio de su pensamiento y no deja de ser una metáfora de la confusión, las dudas existenciales, la angustia y la soledad en la que transcurre nuestra existencia. La segunda, escrita en sus años finales, constituye en cierto modo su epitafio, y una vez más se centra en la lucha interior entre razón y voluntad, con la inmortalidad del alma como telón de fondo y un cura que pierde la fe, como vehículo de la narración.
Leer cualquiera de ellas o su ensayo "Del sentimiento trágico de la vida" (1912) nos darán una visión general sobre su pensamiento y constituirán el mejor homenaje a su afán de perpetuarse indefinidamente entre nosotros, 150 años después de su nacimiento.
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