Hace unas semanas volví a Valencia. Esta vez se trataba de pasar unos días al sol después de haber tenido que interrumpir las vacaciones de Semana Santa.
He visitado varias veces la ciudad que, como todas las grandes urbes de la península, ha cambiado mucho y para bien desde los años de la transición.
Los valencianos han pagado muy cara esa transformación a base de corrupción política y en las últimas elecciones han decidido ponerle freno.
Todavía recuerdo la primera vez que estuve, el año 67 del pasado siglo. Celebraban las Fallas.
Aquella explosión de luz y de color, de grandes muñecos con extrañas caras de felicidad, quedarían grabados para siempre en mi mente infantil. Estaba de vacaciones con mis padres y hermanos en Alicante y nos acercaron a Valencia a ver las Fallas.
Luego volvería a visitar la ciudad del Turia durante sus fiestas, pero la impresión ya no fue la misma que aquélla primera vez. Recomiendo desde aquí a todo el que me lea, acercarse alguna vez a Valencia durante las Fallas y en su defecto visitar el Museo Fallero, donde se recogen los ninots (uno de las fallas grandes y otro de las infantiles) indultados cada año del fuego mediante votación popular.
Pero como decía, este año buscábamos sol y tranquilidad, por lo que pedimos a nuestro amigo Rafa Guardiola, tolosarra con raíces valencianas, que nos recomendase algún lugar cercano a la ciudad, tranquilo y con buena playa.
Nos sugirió acertadamente la localidad de Canet d'en Berenguer, con un magnífico y limpio arenal de 1.250 m. de longitud en el que calentar nuestros húmedos huesos vascos al sol de Levante.
Lo primero que llama la atención del pequeño enclave es su faro, no ya sólo por su tamaño o belleza arquitectónica, que también, sino por encontrarse enclavado 300 metros tierra adentro.
Se construyó en 1904 sobre la base de una torre de vigilancia del siglo XVI cuya misión era alertar de la presencia de barcos corsarios a las poblaciones costeras.
También la ciudad de Valencia cuenta con magníficas playas, la más popular de ellas la de la Malvarrosa, que en estas tardes de principios de mayo en que la visitamos, rebosaba de paseantes por su flamante paseo marítimo lleno de farolas. Terrazas y asépticos bares han proliferado en los últimos años dándole un ambiente impersonal a la que otrora fuese la playa de los valencianos. Al final de la misma, la recuperada casa de Blasco Ibáñez, convertida en casa-museo del escritor, nos recuerda que aquí pasearon sus veranos el gran novelista o insignes artistas como Sorolla y Benlliure.
Frente al mar, el antiguo barrio de pescadores del Cabanyal, otra de las víctimas de la especulación urbanística que ya ha perdido su antiguo carácter para convertirse en un nuevo señuelo residencial.
Y coronando el conjunto, un hotel de lujo sobre el antiguo balneario de Las Arenas.
Para quien quiera sumergirse en la Malvarrosa de los años 50 del pasado siglo, tan diferente de ésta de hoy, no tiene más que leer "Tranvía a la Malvarrosa" (1984) de Manuel Vicent, llevada al cine en 1997 por José Luis García Sánchez.
Antes de llegar a la Malvarrosa, habremos pasado por otros dos hitos del despilfarro español y valenciano de la cultura del pelotazo de los primeros años del segundo milenio, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, desmesura pantagruélica hoy infrautilizada y el Puerto de Valencia, donde la celebración de la Copa América y la Fórmula 1 propiciaron también que la especulación volviese a llenar sus bolsillos a costa del endeudamiento a perpetuidad de los ciudadanos valencianos.
Pero no todo es pelotazo y fasto en Valencia. la ciudad cuenta con uno los cascos antiguos más extensos del estado, que también ha ido recuperando su viejo esplendor y pasear por sus calles o tomar algo en las terrazas de sus bares es un placer propiciado por el buen clima del que disfruta.
En cuanto a sus edificios históricos, destaca entre todos ellos, la Lonja de la Seda, espectacular obra maestra del gótico civil flamígero, construida entre 1482 y 1533, que ilustra el poderío y la riqueza mercantil de la ciudad durante los siglos XV y XVI. Su nombre deriva de la importancia que tuvo la industria sedera en la misma entre los siglos XIV y XVIII.
En su interior, es impresionante el techo de la Cámara Dorada del Consulado del Mar, de madera policromada, rescatado de la extinta Casa de la Ciudad, derribada en el siglo XIX.
Junto a la Lonja, merece una visita mañanera el Mercado Central y la Iglesia de los Santos Juanes, que con aquélla conforman la Plaza del Mercado.
En el centro histórico de la urbe, conocido como Ciutat Vella, además de los citados podemos admirar muchos otros edificios, como las puertas de la antigua muralla cristiana, conocidas como Torres del Quart (siglo XV), en las que aún podemos encontrar las huellas de los cañonazos de la Guerra contra las tropas de Napoleón y las Torres de Serranos, góticas del siglo XIV,
Saliendo extramuros por esta última, nos topamos con el puente del mismo nombre sobre el Jardín del Turia, en el desecado cauce del que fuera el paso del río por la ciudad. Tras las graves inundaciones de 1957 se decidió desviar el río para que no cruzase por el centro urbano y evitar así las consecuencias de nuevas crecidas. Aunque en un principio se proyectó que fuese una gran autopista urbana, la presión popular consiguió convertirlo en lo que es hoy, una gran jardín en el centro de la ciudad, inaugurándose en el año 1986 su primer tramo.
Volviendo intramuros, y muy cerca de las Torres de Serranos, en pleno Barrio del Carmen, cenamos en el Restaurante Trenca Dish, comida mediterránea pero con toques innovadores, muy agradable y recomendable.
Tras la cena, nuevo paseo por la cercana plaza de la Mare de Deu, admiramos la Seu, la imponente Catedral de Santa María, erigida entre los siglos XIII y XV en estilo gótico, aunque siguió construyéndose durante siglos por lo que aúna distintos elementos en diferentes estilos artísticos, desde el renacentista al neoclasicismo, pasando por el barroco, e incluso una puerta románica anterior, del siglo XIII.
Aunque no lo hicimos en esta ocasión, también es interesante si visitamos Valencia acercarse a La Albufera, uno de los humedales más importantes de la península ibérica. Sus aguas han sido durante siglos el sustento de pescadores y cultivadores de arroz, dando origen al producto gastronómico valenciano por excelencia, la paella.
Podemos acercarnos al poblado del Palmar y en uno de sus numerosos restaurantes degustar una exquisita paella o cualquier otro plato a base de arroz. Antes o después de comer, es recomendable un paseo en barca por el lago. En sus orillas admiraremos más de una barraca, construcción tradicional valenciana con tejado a dos aguas en la que vivía toda la familia. Estaba dividida en dos dormitorios, entre los cuales había un espacio dedicado a la cocina, que sólo se utilizaba en invierno, ya que durante el verano se cocinaba fuera. Se construía junto a la huerta. Los materiales empleados para ello eran los que daba la cercana naturaleza: barro, cañas, juncos y carrizos.
Quien mejor reflejó la dura vida de los habitantes de la Albufera en los años a caballo entre el XIX y el XX fue Vicente Blasco Ibáñez en sus novelas "La barraca" (1898) y "Cañas y barro" (1902), llevadas a finales de los 70 a la televisión con gran éxito.
Para finalizar, una nueva recomendación de nuestro amigo Rafa antes mencionado; una paella en una barraca centenaria en la carretera que nos lleva de Valencia al Palmar por la costa: Restaurante La Genuina.
Por supuesto que hay mucho más en Valencia que lo que he reflejado, pero sirve de introducción a una gran ciudad, recuperada a base de sufrimiento, que merece la pena visitar.
He visitado varias veces la ciudad que, como todas las grandes urbes de la península, ha cambiado mucho y para bien desde los años de la transición.
Los valencianos han pagado muy cara esa transformación a base de corrupción política y en las últimas elecciones han decidido ponerle freno.
Todavía recuerdo la primera vez que estuve, el año 67 del pasado siglo. Celebraban las Fallas.
Fuente: www.bdfallas.com |
Luego volvería a visitar la ciudad del Turia durante sus fiestas, pero la impresión ya no fue la misma que aquélla primera vez. Recomiendo desde aquí a todo el que me lea, acercarse alguna vez a Valencia durante las Fallas y en su defecto visitar el Museo Fallero, donde se recogen los ninots (uno de las fallas grandes y otro de las infantiles) indultados cada año del fuego mediante votación popular.
Pero como decía, este año buscábamos sol y tranquilidad, por lo que pedimos a nuestro amigo Rafa Guardiola, tolosarra con raíces valencianas, que nos recomendase algún lugar cercano a la ciudad, tranquilo y con buena playa.
Nos sugirió acertadamente la localidad de Canet d'en Berenguer, con un magnífico y limpio arenal de 1.250 m. de longitud en el que calentar nuestros húmedos huesos vascos al sol de Levante.
Lo primero que llama la atención del pequeño enclave es su faro, no ya sólo por su tamaño o belleza arquitectónica, que también, sino por encontrarse enclavado 300 metros tierra adentro.
Se construyó en 1904 sobre la base de una torre de vigilancia del siglo XVI cuya misión era alertar de la presencia de barcos corsarios a las poblaciones costeras.
También la ciudad de Valencia cuenta con magníficas playas, la más popular de ellas la de la Malvarrosa, que en estas tardes de principios de mayo en que la visitamos, rebosaba de paseantes por su flamante paseo marítimo lleno de farolas. Terrazas y asépticos bares han proliferado en los últimos años dándole un ambiente impersonal a la que otrora fuese la playa de los valencianos. Al final de la misma, la recuperada casa de Blasco Ibáñez, convertida en casa-museo del escritor, nos recuerda que aquí pasearon sus veranos el gran novelista o insignes artistas como Sorolla y Benlliure.
Frente al mar, el antiguo barrio de pescadores del Cabanyal, otra de las víctimas de la especulación urbanística que ya ha perdido su antiguo carácter para convertirse en un nuevo señuelo residencial.
Y coronando el conjunto, un hotel de lujo sobre el antiguo balneario de Las Arenas.
Para quien quiera sumergirse en la Malvarrosa de los años 50 del pasado siglo, tan diferente de ésta de hoy, no tiene más que leer "Tranvía a la Malvarrosa" (1984) de Manuel Vicent, llevada al cine en 1997 por José Luis García Sánchez.
Antes de llegar a la Malvarrosa, habremos pasado por otros dos hitos del despilfarro español y valenciano de la cultura del pelotazo de los primeros años del segundo milenio, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, desmesura pantagruélica hoy infrautilizada y el Puerto de Valencia, donde la celebración de la Copa América y la Fórmula 1 propiciaron también que la especulación volviese a llenar sus bolsillos a costa del endeudamiento a perpetuidad de los ciudadanos valencianos.
Pero no todo es pelotazo y fasto en Valencia. la ciudad cuenta con uno los cascos antiguos más extensos del estado, que también ha ido recuperando su viejo esplendor y pasear por sus calles o tomar algo en las terrazas de sus bares es un placer propiciado por el buen clima del que disfruta.
En cuanto a sus edificios históricos, destaca entre todos ellos, la Lonja de la Seda, espectacular obra maestra del gótico civil flamígero, construida entre 1482 y 1533, que ilustra el poderío y la riqueza mercantil de la ciudad durante los siglos XV y XVI. Su nombre deriva de la importancia que tuvo la industria sedera en la misma entre los siglos XIV y XVIII.
En su interior, es impresionante el techo de la Cámara Dorada del Consulado del Mar, de madera policromada, rescatado de la extinta Casa de la Ciudad, derribada en el siglo XIX.
Junto a la Lonja, merece una visita mañanera el Mercado Central y la Iglesia de los Santos Juanes, que con aquélla conforman la Plaza del Mercado.
En el centro histórico de la urbe, conocido como Ciutat Vella, además de los citados podemos admirar muchos otros edificios, como las puertas de la antigua muralla cristiana, conocidas como Torres del Quart (siglo XV), en las que aún podemos encontrar las huellas de los cañonazos de la Guerra contra las tropas de Napoleón y las Torres de Serranos, góticas del siglo XIV,
Saliendo extramuros por esta última, nos topamos con el puente del mismo nombre sobre el Jardín del Turia, en el desecado cauce del que fuera el paso del río por la ciudad. Tras las graves inundaciones de 1957 se decidió desviar el río para que no cruzase por el centro urbano y evitar así las consecuencias de nuevas crecidas. Aunque en un principio se proyectó que fuese una gran autopista urbana, la presión popular consiguió convertirlo en lo que es hoy, una gran jardín en el centro de la ciudad, inaugurándose en el año 1986 su primer tramo.
Volviendo intramuros, y muy cerca de las Torres de Serranos, en pleno Barrio del Carmen, cenamos en el Restaurante Trenca Dish, comida mediterránea pero con toques innovadores, muy agradable y recomendable.
Tras la cena, nuevo paseo por la cercana plaza de la Mare de Deu, admiramos la Seu, la imponente Catedral de Santa María, erigida entre los siglos XIII y XV en estilo gótico, aunque siguió construyéndose durante siglos por lo que aúna distintos elementos en diferentes estilos artísticos, desde el renacentista al neoclasicismo, pasando por el barroco, e incluso una puerta románica anterior, del siglo XIII.
Aunque no lo hicimos en esta ocasión, también es interesante si visitamos Valencia acercarse a La Albufera, uno de los humedales más importantes de la península ibérica. Sus aguas han sido durante siglos el sustento de pescadores y cultivadores de arroz, dando origen al producto gastronómico valenciano por excelencia, la paella.
Podemos acercarnos al poblado del Palmar y en uno de sus numerosos restaurantes degustar una exquisita paella o cualquier otro plato a base de arroz. Antes o después de comer, es recomendable un paseo en barca por el lago. En sus orillas admiraremos más de una barraca, construcción tradicional valenciana con tejado a dos aguas en la que vivía toda la familia. Estaba dividida en dos dormitorios, entre los cuales había un espacio dedicado a la cocina, que sólo se utilizaba en invierno, ya que durante el verano se cocinaba fuera. Se construía junto a la huerta. Los materiales empleados para ello eran los que daba la cercana naturaleza: barro, cañas, juncos y carrizos.
Quien mejor reflejó la dura vida de los habitantes de la Albufera en los años a caballo entre el XIX y el XX fue Vicente Blasco Ibáñez en sus novelas "La barraca" (1898) y "Cañas y barro" (1902), llevadas a finales de los 70 a la televisión con gran éxito.
Para finalizar, una nueva recomendación de nuestro amigo Rafa antes mencionado; una paella en una barraca centenaria en la carretera que nos lleva de Valencia al Palmar por la costa: Restaurante La Genuina.
Por supuesto que hay mucho más en Valencia que lo que he reflejado, pero sirve de introducción a una gran ciudad, recuperada a base de sufrimiento, que merece la pena visitar.
Gracias por la mención. Me alegro que des una visión distinta de lo que es Valencia. Hay que visitarla y conocerla para descubrir la verdad. Los vascos por nuestra reciente historia sabemos algo de esto. Os acordáis "ven y cuéntalo". Gracias Emilio te leo con interés y admiración.
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