Sumidos como estamos en plena revolución tecnológica, las noticias sobre próximos avances y estudios que aprovechan dicha evolución de las tecnologías se suceden en los noticiarios. Una de ellas, recurrente desde hace dos o tres años, es la posibilidad de conseguir la inmortalidad de los individuos de nuestra especie, mediante una supuesta transferencia de nuestra conciencia con toda su experiencia y conocimientos acumulados a un soporte sintético que la perpetúe en el tiempo.
Vaya por delante que siempre he pensado que el fin último de la evolución humana es llegar a conseguir la inmortalidad de la especie.
Los multimillonarios crecidos alrededor de las nuevas tecnologías financian con grandes cantidades de dinero diferentes proyectos encaminados a avanzar hacia la inmortalidad. Los fundadores de Oracle, Paypal o Google son algunos de los que no se resignan a desaparecer como vulgares mortales.
Pero el más osado y conocido de ellos es el multimillonario ruso Dimitri Itskov, quien además ha comenzado a invertir con este cometido a una edad temprana, treintañero él, para que le dé tiempo a llegar. Itskov es presidente de New Media Stars, un conglomerado ruso que dirige varias agencias de noticias en línea.
El proyecto que financia, conocido como Avatar, consta de cuatro etapas, la primera de ellas Avatar A, estaría cerca de conseguirse y consiste en la creación de un robot controlado por nuestro cerebro.
Avatar B se alcanzaría trasplantando físicamente nuestro cerebro a un cuerpo sintético; a la etapa C llegaríamos cuando seamos capaces de volcar el contenido cerebral a una mente sintética y la fase D, culmen del proceso, consistiría en la creación de un holograma que reemplazaría a nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Según las previsiones del proyecto alcanzaríamos este punto en 2045. Que no e trata de un experimento banal lo certifica la colaboración de científicos de renombre, aunque quizá atraídos por la alta inversión en juego, y que hasta el Dalai Lama haya apoyado el proyecto.
Huelga decir que todo esto nos plantea multitud de enigmas y conflictos éticos que resolver, el primero y no difícil de responder sería quién tendrá acceso a ello.
Pero antes de seguir, hagamos un poco de historia del pensamiento al respecto.
Desde que el hombre adquiere la facultad de pensar, las religiones han ocupado este espacio de solventar el enigma de la muerte. Dos tradiciones principales se han extendido por el planeta a lo largo de los siglos, si bien todas las culturas ya desaparecidas tuvieron su propia visión.
Para los egipcios, la muerte física podía ser vencida por el hombre que había sido piadoso, alcanzando así la vida eterna junto a Osiris, una vez superados los peligros que le acecharán durante su viaje por la ultratumba hasta arribar al Reino Celeste. Necesitará de la eficacia de la magia para lograrlo, en un principio reservada al Faraón, más adelante al alcance de los nobles y finalmente se democratizará y serán muchos los egipcios que a través del "Libro de los Muertos" tendrán acceso a las fórmulas mágicas que facilitarán su tránsito al más allá.
Este concepto de inmortalidad ligado a las buenas obras durante la existencia terrenal, los justos y los injustos, etc... es el que llegará hasta nuestra sociedad occidental a través de la tradición judeo-cristiana y el islam.
La otra gran corriente religiosa es la de las diferentes creencias orientales, que en sus diversas variantes tienen siempre un punto en común, la idea de la reencarnación, bien de forma individual como en el hinduismo o como un flujo continuo de estados de conciencia en el budismo.
En cuanto a la tradición filosófica occidental, las más antiguas creencias de los griegos partirán de la idea de un alma que separada del cuerpo no adquiere la inmortalidad sino que languidece como un recuerdo inmaterial del individuo que existió.
Los primeros planteamientos filosóficos allá por el siglo VI a.C. parten de esta idea, pero dotarán al alma de una naturaleza material, si bien distinta de la que constituye el cuerpo.
Al mismo tiempo, se introducirá una nueva concepción dualista del ser humano, a través del orfismo, creencia religiosa de origen oriental, para la que cuerpo y alma constituyen dos elementos opuestos. Mientras el alma que anima al cuerpo es de origen divino y eterno, el cuerpo es concebido como una suerte de cárcel del alma, de la que sólo puede librarse mediante la purificación. Mientras no la alcance, el alma se verá obligada a transmigrar de unos cuerpos a otros. Nos suena, ¿verdad?
Como podemos apreciar, aquí confluyen las dos corrientes de las que hablábamos, la oriental y sus reencarnaciones en sus diversas variantes y la tradición egipcia de la inmortalidad ligada a las buenas obras durante la existencia terrenal, la conciencia del pecado, etc.
Los filósofos pitagóricos y Platón a través de éstos, recogen y amplían esta idea.
En varios de sus Diálogos, sobre todo en el "Fedón", Platón nos desarrollará su teoría, mediante el relato que mantuvo Sócrates con sus amigos en la prisión el día de su muerte. Ahí nos formula sus famosos cuatro argumentos que demuestran la inmortalidad del alma: el de la reminiscencia y la simplicidad, basados en la teoría de las Ideas y el de los contrarios y el principio vital, basados en las creencias de la época.
La noción griega del alma está relacionada con su concepción teológica del cosmos según la cual la materia es eterna e indestructible y todos los cambios están regidos por una fuerza interior (physis), origen de todas las cosas y de todo movimiento.
En Aristóteles, a diferencia de Platón, no hay una afirmación expresa de la inmortalidad del alma, más allá de una mención a la eternidad de una Inteligencia Cósmica, única para todos los seres humanos. Tampoco en Platón, la idea de inmortalidad es personal, individual, sino que todas las almas son iguales y cuando se reencarnan en un nuevo cuerpo, adquieren una nueva individualidad.
La filosofía medieval tratará de hacer compatibles estos planteamientos aristotélicos y platónicos con los dogmas de la religión cristiana, como el de la creación. El alma seguirá sobreviviendo a la muerte, pero convertida en una entidad superior a la meramente biológica, pero en este viaje le acompañará también el cuerpo.
A comienzos del siglo XVII, Galileo y Descartes pondrán los cimientos de la ciencia y filosofía modernas. La nueva ciencia de Galileo tiene como consecuencia una nueva visión de la Naturaleza, desplazando la antigua concepción teológica del cosmos. Éste es visto ahora como un mecanismo de fuerzas en el que los cuerpos se conectan mediante leyes mecánicas medibles a través de fórmulas matemáticas.
En este contexto, alma y cuerpo serán para Descartes dos sustancias de naturaleza distinta. Mientras el cuerpo se rige por las leyes mecánicas que regulan el cosmos, el alma se regirá por leyes lógicas que ya están impresas en la mente antes del nacimiento. Esto planteará un nuevo problema: la relación entre mente y cuerpo y la prevalencia de uno sobre el otro.
Los filósofos racionalistas como Spinoza o Leibniz tratarán de resolver este problema siguiendo la noción cartesiana mientras que los empiristas, con Hume a la cabeza, rechazarán la noción cartesiana de una leyes lógicas ya presentes en nuestra mente en el momento del nacimiento. Para el filósofo escocés, todas las ideas surgen de la experiencia, ya sean éstas procedentes de un mundo exterior o de nuestra propia introspección. Esta corriente empirista llegará hasta el siglo XIX a través del positivismo, para el que el único conocimiento posible es el que procede de los hechos y de las relaciones entre éstos, en el ámbito de la experiencia sensible. Es el camino que guía a la Ciencia moderna hasta nuestros días.
Volviendo al concepto de inmortalidad y a su relación con la tecnología y la ciencia, esta idea de aprovechar los avances tecnológicos para perpetuarse no es nueva. Todos conocemos la leyenda de Walt Disney y su presunto tratamiento criónico a la espera de un avance científico que le permitiese recuperar su vida. A pesar de no ser cierto en su caso, sí que hay otros personajes crionizados, el más conocido el jugador de beisbol Ted Williams y existen varias empresas en EEUU que ofrecen este servicio.
En cierto modo, y siguiendo a la psicología evolutiva, tenemos cierta tendencia a creer en la inmortalidad. Los primeros homínidos ante un eventual peligro, tendían a huir y protegerse, de la misma forma que comenzaron a representar gráficamente fenómenos desprovistos de una naturaleza física. La capacidad de abstracción es la que nos permitirá crear almas, dioses y conceptos. Pero las habilidades de nuestro pensamiento no responden a la totalidad de nuestras preguntas.
Puede que el fin último de la evolución humana sea conseguir la inmortalidad, pero entonces dejaremos de ser humanidad y nos convertiremos en una nueva especie que tendrá otros problemas e inquietudes.
La lucha entre el instinto de perpetuarse y el de conservarse no se reduce, siguiendo a Unamuno, a lo que los budistas o Schopenhauer entendían como unida necesariamente al sacrificio de la individualidad, sino entendida desde el propio yo, del individuo que se niega a morir, marcado por el sello de la tragedia de la lucha entre el hambre de inmortalidad y el sentimiento de mortalidad.
Es aquí donde encajan nuestros nuevos gurús tecnológicos. Como Unamuno, se niegan a admitir que el éxito de sus vidas tenga un vulgar final, como el de el resto de los mortales.
Vaya por delante que siempre he pensado que el fin último de la evolución humana es llegar a conseguir la inmortalidad de la especie.
Los multimillonarios crecidos alrededor de las nuevas tecnologías financian con grandes cantidades de dinero diferentes proyectos encaminados a avanzar hacia la inmortalidad. Los fundadores de Oracle, Paypal o Google son algunos de los que no se resignan a desaparecer como vulgares mortales.
Pero el más osado y conocido de ellos es el multimillonario ruso Dimitri Itskov, quien además ha comenzado a invertir con este cometido a una edad temprana, treintañero él, para que le dé tiempo a llegar. Itskov es presidente de New Media Stars, un conglomerado ruso que dirige varias agencias de noticias en línea.
El proyecto que financia, conocido como Avatar, consta de cuatro etapas, la primera de ellas Avatar A, estaría cerca de conseguirse y consiste en la creación de un robot controlado por nuestro cerebro.
Avatar B se alcanzaría trasplantando físicamente nuestro cerebro a un cuerpo sintético; a la etapa C llegaríamos cuando seamos capaces de volcar el contenido cerebral a una mente sintética y la fase D, culmen del proceso, consistiría en la creación de un holograma que reemplazaría a nuestro cuerpo y nuestro cerebro. Según las previsiones del proyecto alcanzaríamos este punto en 2045. Que no e trata de un experimento banal lo certifica la colaboración de científicos de renombre, aunque quizá atraídos por la alta inversión en juego, y que hasta el Dalai Lama haya apoyado el proyecto.
Huelga decir que todo esto nos plantea multitud de enigmas y conflictos éticos que resolver, el primero y no difícil de responder sería quién tendrá acceso a ello.
Pero antes de seguir, hagamos un poco de historia del pensamiento al respecto.
Desde que el hombre adquiere la facultad de pensar, las religiones han ocupado este espacio de solventar el enigma de la muerte. Dos tradiciones principales se han extendido por el planeta a lo largo de los siglos, si bien todas las culturas ya desaparecidas tuvieron su propia visión.
Para los egipcios, la muerte física podía ser vencida por el hombre que había sido piadoso, alcanzando así la vida eterna junto a Osiris, una vez superados los peligros que le acecharán durante su viaje por la ultratumba hasta arribar al Reino Celeste. Necesitará de la eficacia de la magia para lograrlo, en un principio reservada al Faraón, más adelante al alcance de los nobles y finalmente se democratizará y serán muchos los egipcios que a través del "Libro de los Muertos" tendrán acceso a las fórmulas mágicas que facilitarán su tránsito al más allá.
Este concepto de inmortalidad ligado a las buenas obras durante la existencia terrenal, los justos y los injustos, etc... es el que llegará hasta nuestra sociedad occidental a través de la tradición judeo-cristiana y el islam.
La otra gran corriente religiosa es la de las diferentes creencias orientales, que en sus diversas variantes tienen siempre un punto en común, la idea de la reencarnación, bien de forma individual como en el hinduismo o como un flujo continuo de estados de conciencia en el budismo.
En cuanto a la tradición filosófica occidental, las más antiguas creencias de los griegos partirán de la idea de un alma que separada del cuerpo no adquiere la inmortalidad sino que languidece como un recuerdo inmaterial del individuo que existió.
Los primeros planteamientos filosóficos allá por el siglo VI a.C. parten de esta idea, pero dotarán al alma de una naturaleza material, si bien distinta de la que constituye el cuerpo.
Al mismo tiempo, se introducirá una nueva concepción dualista del ser humano, a través del orfismo, creencia religiosa de origen oriental, para la que cuerpo y alma constituyen dos elementos opuestos. Mientras el alma que anima al cuerpo es de origen divino y eterno, el cuerpo es concebido como una suerte de cárcel del alma, de la que sólo puede librarse mediante la purificación. Mientras no la alcance, el alma se verá obligada a transmigrar de unos cuerpos a otros. Nos suena, ¿verdad?
Como podemos apreciar, aquí confluyen las dos corrientes de las que hablábamos, la oriental y sus reencarnaciones en sus diversas variantes y la tradición egipcia de la inmortalidad ligada a las buenas obras durante la existencia terrenal, la conciencia del pecado, etc.
Los filósofos pitagóricos y Platón a través de éstos, recogen y amplían esta idea.
En varios de sus Diálogos, sobre todo en el "Fedón", Platón nos desarrollará su teoría, mediante el relato que mantuvo Sócrates con sus amigos en la prisión el día de su muerte. Ahí nos formula sus famosos cuatro argumentos que demuestran la inmortalidad del alma: el de la reminiscencia y la simplicidad, basados en la teoría de las Ideas y el de los contrarios y el principio vital, basados en las creencias de la época.
La noción griega del alma está relacionada con su concepción teológica del cosmos según la cual la materia es eterna e indestructible y todos los cambios están regidos por una fuerza interior (physis), origen de todas las cosas y de todo movimiento.
En Aristóteles, a diferencia de Platón, no hay una afirmación expresa de la inmortalidad del alma, más allá de una mención a la eternidad de una Inteligencia Cósmica, única para todos los seres humanos. Tampoco en Platón, la idea de inmortalidad es personal, individual, sino que todas las almas son iguales y cuando se reencarnan en un nuevo cuerpo, adquieren una nueva individualidad.
La filosofía medieval tratará de hacer compatibles estos planteamientos aristotélicos y platónicos con los dogmas de la religión cristiana, como el de la creación. El alma seguirá sobreviviendo a la muerte, pero convertida en una entidad superior a la meramente biológica, pero en este viaje le acompañará también el cuerpo.
A comienzos del siglo XVII, Galileo y Descartes pondrán los cimientos de la ciencia y filosofía modernas. La nueva ciencia de Galileo tiene como consecuencia una nueva visión de la Naturaleza, desplazando la antigua concepción teológica del cosmos. Éste es visto ahora como un mecanismo de fuerzas en el que los cuerpos se conectan mediante leyes mecánicas medibles a través de fórmulas matemáticas.
En este contexto, alma y cuerpo serán para Descartes dos sustancias de naturaleza distinta. Mientras el cuerpo se rige por las leyes mecánicas que regulan el cosmos, el alma se regirá por leyes lógicas que ya están impresas en la mente antes del nacimiento. Esto planteará un nuevo problema: la relación entre mente y cuerpo y la prevalencia de uno sobre el otro.
Los filósofos racionalistas como Spinoza o Leibniz tratarán de resolver este problema siguiendo la noción cartesiana mientras que los empiristas, con Hume a la cabeza, rechazarán la noción cartesiana de una leyes lógicas ya presentes en nuestra mente en el momento del nacimiento. Para el filósofo escocés, todas las ideas surgen de la experiencia, ya sean éstas procedentes de un mundo exterior o de nuestra propia introspección. Esta corriente empirista llegará hasta el siglo XIX a través del positivismo, para el que el único conocimiento posible es el que procede de los hechos y de las relaciones entre éstos, en el ámbito de la experiencia sensible. Es el camino que guía a la Ciencia moderna hasta nuestros días.
Volviendo al concepto de inmortalidad y a su relación con la tecnología y la ciencia, esta idea de aprovechar los avances tecnológicos para perpetuarse no es nueva. Todos conocemos la leyenda de Walt Disney y su presunto tratamiento criónico a la espera de un avance científico que le permitiese recuperar su vida. A pesar de no ser cierto en su caso, sí que hay otros personajes crionizados, el más conocido el jugador de beisbol Ted Williams y existen varias empresas en EEUU que ofrecen este servicio.
En cierto modo, y siguiendo a la psicología evolutiva, tenemos cierta tendencia a creer en la inmortalidad. Los primeros homínidos ante un eventual peligro, tendían a huir y protegerse, de la misma forma que comenzaron a representar gráficamente fenómenos desprovistos de una naturaleza física. La capacidad de abstracción es la que nos permitirá crear almas, dioses y conceptos. Pero las habilidades de nuestro pensamiento no responden a la totalidad de nuestras preguntas.
Puede que el fin último de la evolución humana sea conseguir la inmortalidad, pero entonces dejaremos de ser humanidad y nos convertiremos en una nueva especie que tendrá otros problemas e inquietudes.
La lucha entre el instinto de perpetuarse y el de conservarse no se reduce, siguiendo a Unamuno, a lo que los budistas o Schopenhauer entendían como unida necesariamente al sacrificio de la individualidad, sino entendida desde el propio yo, del individuo que se niega a morir, marcado por el sello de la tragedia de la lucha entre el hambre de inmortalidad y el sentimiento de mortalidad.
Es aquí donde encajan nuestros nuevos gurús tecnológicos. Como Unamuno, se niegan a admitir que el éxito de sus vidas tenga un vulgar final, como el de el resto de los mortales.
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